«El día en el que quienes habitamos en el Norte global volvamos a ver la naturaleza en todas partes, el mundo respirará armonía, que es una de las manifestaciones de la paz»

Por Martha Zein

Ver naturaleza por todas partes implica situarse en el universo en un lugar desde el cual cultura, sociedad y tecnología son expresiones del mismo proceso creativo natural que dio forma a nuestro planeta. Ver naturaleza en todas partes implica no excluir nada de lo que existe, ni lo más nocivo, contemplarlo entendiendo que lo denostable es el uso que le damos a lo tóxico, la voluntad de hacer daño, la explotación de los recursos por lucro… Ver naturaleza en todas partes implicaría que podemos rechazar, dejar de hacer, aquello que es inapropiado para la salud de este planeta y quienes lo habitan. Ver naturaleza en todas partes supondría asumir que somos también naturaleza, que no hay separación, que todo lo que sucede nos constituye.

Ver la naturaleza en todas partes supondría un cambio imponente, porque eliminaría la narrativa de la separación para pasar a la narrativa de los vínculos. No parece que estemos muy lejos de ese estado: Ya somos capaces de asumir que nuestra mente y nuestra materia no son aspectos separados, que nuestras múltiples relaciones nos definen de modo que la medicina empieza a aceptar conceptos como “modos de vida”.

La tecnología está integrando paulatinamente diseños inspirados en la naturaleza. Las organizaciones empiezan a asimilar procesos colaborativos que proceden de la biomímesis… ​ Estas evidencias no garantizan que nuestra sociedad esté cambiando de paradigma y sea capaz de percibirse como un manifestación más de la naturaleza. Si (como indica Daniel Christian Wahl en su libro Diseñando Culturas Regenerativas) empezáramos a concebirnos “como verbos en lugar de como nombres, como procesos en lugar de como individuos aislados”, se produciría este cambio de perspectiva. Para refrendar esta posibilidad Wahl hace referencia en su reflexión a un inspirador texto de La Magia de los sentidos, ensayo escrito por David Abram:

“… nuestros ojos han evolucionado en una sutil interacción con oros ojos, igual que nuestros oídos que por su propia estructura, están en sintonía con el aullido de los lobos y el graznido del ganso. Cerrarnos a todas esas otras voces, continuar con nuestros estilos de vida que condenan etas otras sensibilidades al olvido de la extinción, es robar a nuestros propios sentidos de integridad, y robar a nuestras mentes de su coherencia. Somos humanos solo en contacto y convivencia con aquello que no es humano”.

No se trata tanto de regresar a la naturaleza como de despertar esa parte de nuestro ADN que nos hace sentir en paz cuando acariciamos una hoja, inspiramos una flor o abrazamos un árbol. Los seres humanos poseemos una afiliación innata con el resto de organismos vivos, somos herederos/as de un patrimonio de millones de años de existencia sintiéndonos parte de la naturaleza. Si cerramos los ojos, si nos aquietamos, podemos percibir como la naturaleza dialoga en torno nuestro.

Un bosque es uno de los lugares en los que es más fácil tener esta experiencia. Nuestros sentidos no son capaces de percibir el etileno, un gas muy sencillo con sólo dos átomos de carbono, de manera que no podemos participar de la comunicación química que existe entre árboles o plantas a través de este gas, pero quien se adentre en un bosque con toda su percepción encendida podrá entender que existe un árbol que cuida al resto, que maneja de alguna manera la información precisa para que el bosque se mantenga en pie. Es un árbol vetusto, suele ser de sombra amplia y fuerte tronco, y parece que todo a su alrededor se acalla para poderle escuchar. Les llaman “los árboles madre”. Quien ve la naturaleza en todas partes encuentra este árbol con facilidad porque es capaz de interpretar las imágenes que los árboles envían.

No se trata de hablar con los árboles tanto como entrar en otro rango de comunicación, una forma de estar. Maja Kooitstra lo resume en una sola frase en su libro Comunicar con los árboles: “ir al encuentro de un árbol, es ir al encuentro del otro, de un ser venido de otra civilización, más antigua que la propia Humanidad”. ​ Es fácil escuchar que los árboles tienen la capacidad de reconectar al humano con su propio interior y de ser el guardián o el depositario de su memoria. Podría parecer una licencia poética, pero es aquí cuando las personas que apostamos por narrar la vida de manera regenerativa podemos afirmar que si nos alejamos de dicotomías como ficción/realidad y reconocemos que lo que observamos nos constituye entramos en otro tipo de escucha, de comunicación con nuestro entorno. La vida revela en ese momento que todo es naturaleza. La información no procede sólo de la razón sino también de los sentidos, de nuestros genes, de nuestro inconsciente… nuestras fuentes de información no sólo son los miembros de nuestra propia especie, por eso nos aquietamos antes de narrar para escuchar lo que expresa la vida en sus múltiples lenguajes.

Los pueblos originarios que han logrado alcanzar el siglo XXI se perciben parte de esta trama de la vida. Escucharles quizás sea una buena forma de recuperar la memoria. Muchos de ellos hacen referencia a ese “árbol madre” cuya existencia hoy es reconocida por la ciencia, para unos es el baobab (ese árbol que se alza solitario en el monótono paisaje de la sabana africana) para otros la ceiba (considerada un árbol sagrado en muchas culturas ancestrales de Mesoamérica)… Su mitología da un lugar a la experiencia de aquellas personas de nuestra cultura que, abrazadas a un árbol, nos sentimos invadidas por el sentimiento poco razonable de haber encontrado lo que estábamos buscando sin descubrir a ciencia cierta lo que era. No hace falta. No todo lo que existe tiene nombre. Hace dos días entré en un pequeño bosque, en el corazón de Costitx (Mallorca), tras una experiencia narrativa compartida nos quedamos en silencio. La propuesta consistía en dejarnos llevar por lo que allí sucedía. Sentí una llamada, era una especie de imán, sutil, un arrullo que no llegaba a mi oído pero que mi piel entendía. Rebusqué entre los troncos hasta alcanzar el regio tronco de un inmenso pino y supe que era “madre”. Lo abracé pero no como muestra de cariño sino como expresión de entrega, con la voluntad de que todos mis chacras establecieran contacto con su corteza. Y allí, en silencio, con los pies descalzos, sentí por unos instantes que mi sangre viraba al verde.

Hoy, a varios kilómetros de distancia de aquel lugar, escribo este texto acariciada por su sombra y veo naturaleza allá donde poso la mirada.